Don Hipo, siendo gordo y
bajito, vivía en una casita alta y estrecha muy cerca de la orilla del
mar. Todos los días acudía a pescar
peces de colores que le alegraban el alma y le decoraban la casa. Sin duda
alguna era su hobbie favorito.
Los pescaba de diferentes
colores y los metía en una cesta de mimbre que él mismo transportaba colgada a
su espalda.
Un día, al caer la noche
y de regreso a casa, tropezó con una enorme concha de mar que parecía habérsele
perdido a alguien. Don Hipo cayó al suelo abriéndosele la tapa de la cesta de
mimbre y dejando escapar a todos aquellos pececillos de colores.
-¡Caramba, qué mala
suerte! ¿Quién habrá dejado aquí esta concha?- exclamó enfadado.
Se incorporó
inmediatamente porque, aun siendo gordo y bajito, era ágil y fuerte. Recogió tantos peces como pudo, pues la noche
no le dejaba ver. Los metió en su cesta de mimbre, se la colgó a la espalda y
reinició su camino.
Ya en casa, no pudo más
que maldecir una y otra vez su mala suerte aquella noche. No sólo había tropezado, sino que además,
había perdido a más de la mitad de los peces de colores que había pescado aquel
día.
Entre sollozos y huesos
doloridos por la caída, Don Hipo decidió irse a dormir.
-Mañana volveré a por más
peces-susurró justo antes de quedarse dormido.
Al día siguiente, después
de desayunar, se puso su traje de pescar y se preparó para ir en busca de sus
preciados peces de colores. Recogió su caña, sus gusanitos y su cesta de mimbre
que se colgó a la espalda. Una vez en la orilla del mar, abrió su cesta, colocó
los gusanitos en el anzuelo, introdujo la caña rápidamente en el agua y se
sentó en una roca a la espera de que algún pececillo hambriento quisiera morder
aquellos suculentos gusanos.
Tras un día generoso en
la pesca y con la cesta llena de pececillos se dispuso para regresar a casa.
Recogió todos sus bártulos y emprendió el camino de vuelta con tal mala suerte
que volvió a tropezar de nuevo cayéndose redondo al suelo.
Cuál fue la sorpresa cuando
al querer ponerse de pie, se encontró rodeado de luces brillantes, de cintas
doradas colgadas de las ramas de los árboles, de farolillos encendidos
iluminando la noche…El suelo era una alfombra de conchas blancas y estrellas de
mar. No sabía si lo que veían sus ojos
era real o consecuencia del golpe que se había dado en la cabeza por la caída.
De repente, como por arte de magia, empezaron
a salir del mar toda clase de especies marinas, a cual más sorprendente y
maravillosa. Bellas sirenas de largas coletas
doradas y esbeltas colas de pez le hechizaron con sus dulces cantos y
exquisitas frutas.
Los peces de colores,
aquellos que ya hacía tiempo que coleccionaba
sólo por su belleza y que tanto le alegraban el alma y decoraban la casa,
hacían cola para acariciarle el pelo y jugar con él. Las conchas de mar le
llenaban la boca de refrescante zumo. Las estrellas le servían de almohada y
las cintas brillantes le abanicaban para que no tuviese calor. Menuda fiesta
sorpresa se había montado sólo para él.
Pero el tiempo pasó sin
aviso y la noche dio paso al día.
-¡Despierta perezoso!- le
dijo la voz de la conciencia-¡Levántate ya!
Se despertó con un fuerte
dolor de cabeza. Apenas podía
incorporarse de la cama. Entreabrió los ojos comprobando que volvía a estar en
casa. El sol ya hacía tiempo que asomaba por su ventana, los platos del
desayuno del día anterior seguían sobre la mesa y la puerta de entrada
permanecía cerrada con llave, tal y como tenía costumbre hacer siempre antes de
irse a dormir.
-¿Qué me ha pasado? ¿Ha
sido un sueño?-pensó.
Todos los peces de
colores que siempre adornaban su casa y le alegraban el alma se habían ido. La
casa, sin ellos, se había convertido en un lugar sin color. Las paredes y las
ventanas permanecían vacías y sin alegría. Ya no brillaban los muebles ni
deslumbraba la luz del día reflejada en el espejo. El arco iris del techo se
había apagado y las cortinas lucían grises y feas.
Triste, caminó y caminó
hasta que se le ocurrió una genial idea. En lugar de ir al mar a pescar los pececillos,
los podía dibujar y pintar de bonitos colores y adornar con suaves cintas. De
ese modo volvería a alegrar su alma y a decorar su casa.
-Pues manos a la
obra-dijo alegre.
Durante días dibujó y
dibujó, pintó y pintó peces y más peces de
colores que colgó de todas las paredes y ventanas de su casa.
El arco iris del
techo volvió a brillar con colores más vivos. Los espejos y los muebles
deslumbraron a su paso como nunca. La luz del sol desprendió chispas de colores
que iluminaban todos los rincones y las cortinas volvieron a lucir radiantes y
bonitas.
Regresó la alegría a la casa alta y estrecha de Don Hipo con todos
aquellos preciosos peces de colores recortados y hechos por él que tanto le
alegraban el alma y le decoraban la casa.
Comentarios
Publicar un comentario
Cuéntame. Tu opinión es muy importante.